Hemos llegado a la mitad del camino. Este es el canto cincuenta de cien. Este es uno de los pecados que menos me cuesta comprender. Con el tiempo, me he ido curando. Y es que uno acaba enamorándose de sus demonios. No me desagrada la ira en dosis moderadas o bien disimuladas y sublimadas. En este miserable mundo, a veces es necesaria. El arte consiste en saber domar a ese terrible demonio. O más bien, encontrar la manera de que te domine menos. No siempre es fácil. Si has conocido a alguien iracundo, sabrás que la persona padece una terrible posesión que se adueña de todo su cuerpo. Por eso Dante al inició del canto presenta esta imagen:

Ni la profunda oscuridad del infierno, o de la noche privada de estrellas y con un cielo tan negro como el que se produce cuando se agolpan las nubes colocó ante mis ojos un velo tan denso, ni que produjera una sensación tan desagradable, como aquel humo en el que nos vimos envueltos.

Tal vez por que sé que nunca me voy a poder curar del todo de este pecado capital, cito uno de los proverbios de William Blake: los tigres de la ira son más razonables que los caballos de la instrucción. Si vamos a caer víctimas de la ira, al menos que sea como a Marco Lombardo le sucede en este canto: iracundos pero entendidos en los negocios y amantes de la virtud: «lo que allá es cada vez más raro»

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