Guía tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos
William Blake
¿Escribir hoy es guiar un carro desbocado y sin dioses? ¿Qué hay aquí, bajo los surcos de estas líneas? ¿Empezarán a brotar los huesos de los muertos? Y si es así ¿Quiénes son mis muertos? Tal vez cada sílaba sea un susurro y cada palabra una exhalación de nuestros muertos, porque al final de cuentas no hay muertos propios. Tal vez eso sea la lengua, huesos que siembran la tierra y la Rosa en el corazón de los hablantes. En este momento emergen cicatrices en la escritura; paisajes espectro por mi memoria: la estación de tren abandonada y en ruinas, los vagones pintarrajeados y derramándose de las vías hacia el llano. Aquí está el jagüey de agua verde donde bebían los caballos y los niños. De repente, zumban las balas y mi bisabuela busca a su padre. A veces se pone el sombrero de villista y a veces el de carrancista pues a ella no le interesa la revolución, lo que le interesa es encontrar a su padre. Y aquí está mi abuela, blanca y buena como un cordero antes de ser desollado, aferrada a la biblia y a las telenovelas. En la otra habitación, mi abuelo en la madrugada azul, cuenta cuentos interminables sobre el potro del terror y la pizca de algodón en California. Mi abuelo, Pedro el loco en la casa de los locos. Esos son mis muertos, los que me dieron el habla. Allá a lo lejos vienen y el pueblo es una flor marchita en el corazón de los cerros renaciendo cada día con el sol. ¿A quiénes he olvidado? Hay muertos indecibles que la almendra amarga de la angustia no puede nombrarlos. Aquellos que murieron bajo los puentes o aplastados por muros de odio y estatuas de sal. Esos son los que hacen que circule la sangre de este mundo, de este cuerpo inmenso. Ah, si tan sólo pudiéramos vislumbrar que no hay muertos ajenos, sentiríamos el amor que hay en cada mercancía y tú y yo, lector, hermano o hermana, estaríamos más vivos que nunca.
Arturo Herrera