El gran cerro del Xicuco
de Quetzalcóatl la casa,
como flor desde el Mictlán
envolvía su plegaria
en lágrimas de humo azul
por las milpas que bramaban,
silencioso y fiel testigo
de mucha muerte pasada.
Era un teatro del absurdo
la tragedia descarnada
que esa noche en Tlahuelilpan
los hombres representaban.
Pasó así nomás aquello
como una broma macabra,
se alzó de fuego una lengua
que a los hombres devoraba.
Una noche sin estrellas
apareció de la nada
la fuente de gasolina
y la muerte en llamaradas.
Nadie se veía el rostro
pues, a pesar de las flamas,
la oscuridad era absoluta
en las gentes que miraban
arder al prójimo entero
entre risas embriagadas
de los dioses que regresan
a la tierra desolada.
El viento atizaba el fuego,
el terror relampagueaba,
los pirules eran de oro
y los sabinos lloraban
por un niño que fue un ángel
devorado por las llamas
y en segundos fue del cielo
y después aire que baila.
Llegó nuestro presidente
vestida de luto el alma
pero ni un minuto quiso
que el capital se parara.
El escenario fue el mundo
que cupo en un par de hectáreas;
los hombres se divertían
mirando desde las gradas.
Con su corazón de piedra
y de cristal su pantalla,
los hombres se divertían
mientras hombres se quemaban.
Todo risas y jolgorio
pero sin ser fiesta humana,
los hombres se divertían,
los hombres solo miraban.
Y nunca llegó la lluvia
ni de luto una semana
ni aves de misericordia
ni la noche constelada.
Cuando el dolor se encabrita
se hace un nudo en la garganta,
aquí le paro señores
ahora sobran las palabras.
*Pedro Vázquez