Quien desea pero no obra, engendra peste

William Blake

Padezco una enfermedad del alma cuyo nombre es escriptofobia. Le tengo miedo a las palabras y, sobre todo, le tengo miedo a escribir. Cada que le rasco a la memoria y trato de encontrar las causas de esta rara enfermedad, encuentro que se relaciona a mi experiencia de vida completa, así que he aprendido a conocerme al mismo tiempo que he buscado una cura. Desde luego, para quien no esté muy relacionado a este padecimiento, le parecerá un tanto ridículo. El remedio desde luego que parece sencillo, pues consiste simple y llanamente en ponerse a escribir y ya está. Pero pasa lo mismo que con el alcohólico, desde fuera parece sencillo dejar de tomar. En mi caso, incluso llegué a ir con el psiquiatra, pues cada que quería agarrar la pluma y ponerme a escribir, sentía como si un demonio con grandes alas negras me apretara el pescuezo. Entonces me empezaba a faltar la respiración, me temblaba la mano frente a la hoja en blanco y no podía escribir ni siquiera la primer letra. Así pasaron años, hasta que un día me decidí a escribir a diario, pasará lo que pasará, y saliera lo que saliera y, poco a ´poco, he aprendido a domar a ese demonio, aunque siempre con mucho trabajo y después de una batalla donde, o una parte de mi alma se vivifica o, por el contrario, muere para siempre.

Hace un rato fuimos Berenice, mi perra Luna y yo a caminar al bosque. Fue por Berenice que me enteré que hoy es día de San Miguel. Como estoy leyendo el Quijote, vagamente me pareció recordar que Cervantes cumplía años hoy. Así se lo dije a Bere y a ella pareció no importarle mucho y me siguió platicando sobre cuestiones relacionadas a los ángeles y me preguntó si creía en ellos. Le dije que sí, pero dude al contestar, porque en resumidas cuentas ¿Qué es un ángel? Después de divagar una respuesta mientras caminábamos, concluimos que sabíamos muy poco sobre el tema. Y, así como todo ángel es terrible, tiene mil y un maneras de manifestarse. Mientras Luna saltaba de un lado a otro, regocijada por la espesa yerba, nos vino a la memoria la canción de nuestra niñez:

Ángel de la guarda, mi dulce compañía

No me desampares , ni de noche ni de día

Y así seguimos platicando sobre ángeles hasta salir del bosque. Ahora que estoy aquí, frente a la selva de la hoja en blanco ¿Quién es mi ángel de la guarda? Aunque no le llamaba ángel, para mí es fácil contestar porque es la persona que más me ha ayudado a superar esta mi enfermedad del alma. Su nombre es Miguel de Cervantes Saavedra. Cada que leo alguna de sus obras, principalmente el Quiote, lo siento tan cercano, tan junto a mí, con la espada empuñada en su mano buena, ahuyentando al demonio de alas negras y cobijándome con sus blancas alas de padre piadoso e indulgente con el peor de sus hijos. No me pasa eso con ningún autor, tal vez porque no los he leído como al alcalaíno, pero también porque en ningún otro he sentido esa intimidad que sus libros me regalan. Y así, cuando pienso en sus enseñanzas, las palabras fluyen con alas de ángeles mensajeros y no me preocupo de si las cosas que escribo están muy bien escritas o no, sino de si tienen sangre, corazón y tripas.

En fin, que, como dicen algunos médicos, al cabo de los años en mi enfermedad encontré mi cura. Y es que cuando se escribe en las catacumbas y márgenes, como hizo Cervantes, es imposible no darse cuenta de que las enfermedades como la mía tienen que ver con la culpa y la deuda. Yo aún no sé a quién le debo ni cuánto y son tantas las culpas que me persiguen que no sé ni por dónde empezar. Así, lo primero es no engañarse a uno mismo. Si mi problema es parecido a los que padecen las personas de abajo, es porque los de arriba están bostezando como cocodrilos: desean que desean porque ya no pueden obrar y engendran peste. Ojalá cada quien encuentre a su ángel guardián para no demorar más su derrota.

En estos momentos, mientras escribo, ha parado la tormenta que hace un rato ensordecía con su estruendo. Ahora huele como ha olido la noche desde hace milenios después de la recia lluvia y los relámpagos: a fresca tranquilidad.

*Arturo Herrera

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