El necio no ve el mismo árbol que el sabio
W.B.
Dice la fábula, después de que Fausto arrasó la última ciudad, mató a Filemón y Baucis. Los dioses, siempre generosos, convirtieron al viejo en un roble y a la vieja en un tilo. Lo que no se nos dice es dónde crecieron estos árboles. Resulta que fue en medio del patio de la casa de Fausto. Inclinados uno hacia el otro, todos los días susurraban sus últimas palabras amorosas al ritmo del viento de las estaciones.
Nuestro héroe veía esos árboles como el trofeo de su absoluta victoria ante los dioses. Nunca se preocupó por entender ese lenguaje. Ya en el lecho de muerte, su amigo Mefistófeles, abrió a adrede la ventana de la habitación. El denso follaje embadurnado de aceite solar, iluminó el rostro del moribundo. Unos instantes antes de morir, una milagrosa ráfaga de viento entonó una vez más el suave canto. Fausto murió dibujada una sonrisa en los labios resecos. Sepa Dios si esa sonrisa fue de odio o de amor.