Ayer pasé el día de muertos en casa de mis suegros. Como fueron a la Ciudad de México a visitar a su hijo, nos encargaron, a Berenice y a mí, ir a cuidar la ofrenda para los fieles difuntos. Llegamos como a eso de las once de la mañana y encontramos la casa sosegada y en silencio. Ahí estaba la ofrenda, con muchas veladoras encendidas en vasos de vidrio que después se lavan y sirven para tomar agua. La mesa estaba adornada con un mantel blanco y naranja con animales y flores bordadas al estilo de Tenango y con figuras de calaveras en papel china de todos los colores. Sobre el mantel muchas flores de cempasúchil, calabazas, camote, manzanas, limas, guayabas, ciruelas, pan de sal y de dulce, calaveras de chocolate y las fotos de los familiares fallecidos.

Al poco tiempo de estar ahí, sentimos como un bálsamo oloroso que se nos untaba en todo el cuerpo, pues en la vecindad donde vivimos el sonido constante de las lavadoras que día, noche y madrugada lavan, la música a todo volumen de las vecinas adolescentes que día y noche y madrugada escuchan y el ladrido taladrante de Caisa, la perra Husky del vecino, nos hace valorar los momentos de silencio y calma. Hoy ya estoy de nuevo en mi pequeña casa. Milagrosamente no hay mucho ruido y los vecinos más escandalosos no están. Luna, mi perra, está echada junto a mis pies tan callada como casi siempre. En el pueblo ya entró la noche, las luces se desparraman por el monte que entra casi entero por mi ventana, ladran los perros y repican las campanas de la iglesia. Los muertos ya se fueron.

¿Ya se fueron? Según la tradición, los primeros días de noviembre vienen nuestros difuntos a visitarnos, comen y se van. A pesar de la peculiar relación que se tiene con la muerte, ese aire dulzón que, según Ray Bradbury, tienen los muertos en México, muy pocas veces nos preguntamos en serio sobre el profundo significado de esta celebración. Como todo en esta vida subsumida en el capitalismo, el día de muertos se mercantiliza hasta la naáusea. Desde luego hay pequeñas islas, principalmente en el mundo rural, donde esta fiesta guarda sus raíces profundas. Desde ahí, desde esa relación con la muerte y las preguntas que despierta, presento los resultados de esta investigación. Convoco, pues, a mis muertos. Primero a mis abuelos Leonila y Pedro, Lila y Yiyo, muertos no hace muchos años. Después a tantos otros muertos que no me calan tan hondo, pero que me ayudarán en mis explicaciones.

Aquí en la casa pusimos un diminuto altar, no tan frondoso como el de la casa de mis suegros, pero a no ser por la copa de agua, va a durar así todo el año. Es un altar permanente. Para mí los muertos no se pueden ir, están presentes aquí junto con nosotros, guían nuestros pasos; están en el mundo de los objetos y se manifiestan en nuestras acciones y pensamientos. Así, por ejemplo, hace un par de días soñé a mi abuelo Yiyo acostado en su cama en posición fetal, como pasó los últimos años. Tal vez ese sueño es el que ahora me impulsa a empezar así, convocándolos.

Hay una frase de Marx que me fascina por su contundencia: «La tradición de todas las generaciones oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Pues bien, es una bella manera y mucho más contundente que la mía, para decir que los muertos están vivos. Sólo hay que añadir, siguiendo al autor de El Capital, que en el arsenal de mercancías en el que navegamos, también habitan los muertos ¿No es Marx el que habla ampliamente del trabajo muerto objetivado en las mercancías?

Me gustaría advertir al lector o lectora que se atreva a desaprender algunas cosas. O más bien, que se atreva a pensarlas de otra manera.

-¿Usted se refiere a analizar la presencia de los muertos como una metáfora, no es cierto? Usted no cree en realidad que los muertos están presentes ¿o sí?

Depende lo que se entienda por realidad. Pero si quiere una respuesta tajante, sí, propongo que analicemos nuestra realidad como si estuviera habitada y encantada por nuestros muertos. Así, en lo que llamo fenomenología arquetípica, propongo revalorar la importancia ontológica de la imagen y la metáfora. Veamos.

La fenomenología, más allá de definiciones abstrusas, se refiere a algo muy sencillo, los fenómenos que se presentan a nuestra experiencia inmediata. Significa regresar a las cosas mismas, como propuso Husserl. sólo que si aceptamos la propuesta que acabo de esbozar sobre los muertos, las cosas mismas a las que hay que regresar se llenan de múltiples esencias imaginativas que las constituyen. En este sentido, aparte del Marx y el marxismo metafórico que voy a utilizar, Gastón Bachelard y James Hillman son dos psicólogos de la imaginación que me ayudan a fundamentar el tipo de fenomenología que propongo.

Para Bachelard (1997), hay dos tipos de imágenes: la imagen percibida y la creada. La primera se refiere a una imaginación reproductora atribuible a la percepción y a la memoria. La segunda se refiere a la imaginación creadora que es, según el autor, el fundamento de nuestro psiquismo. Este tipo de «imaginación imaginante en su búsqueda de imágenes imaginadas» es la que aplicaré en mi intento de convertir las imágenes en ideas que nos ayuden a comprender nuestro presente y futuro. A diferencia de la fenomenología realista que da énfasis a la conciencia y al espíritu, desarrollaré una fenomenología del inconsciente que aborda la función de lo irreal por medio de imágenes. Así, cuando vemos un objeto, no sólo lo percibimos de manera racional, sino primordial y fundamentalmente lo percibimos de manera imaginativa. Más que seres que piensan para existir, somos seres que imaginamos y el clásico pienso luego existo se nos transforma en imagino para existir y dar existencia a los otros que me habitan, e interpreto el habla de los objetos para darles voz.

Ahora bien, esta perspectiva plantea una serie de problemáticas a resolver. Porque si los muertos están siempre presentes ¿Dónde encontrar sus manifestaciones más importantes? o, en otros términos ¿Qué tipo de acontecimientos analizar que nos hagan comprender aspectos del inconsciente colectivo?

Dice Montaigne que filosofar es prepararse para morir. Por lo tanto, hay que acostumbrarnos a la muerte pensándola a menudo más que cualquier otra cosa. Antes esa recomendación era tomada en cuenta por unos cuantos. O tal vez por muchos pero de vez en cuando. Hace ya casi dos años, a raíz de la pandemia, todos nos volvimos un poco filósofos y pensamos más que de costumbre en la muerte. Y fuimos forzados desde lo exterior a hacerlo. Un bicho invisible nos obligó y nos obliga a hacerlo. Por ello que algunos no soportan la tarea y escuchen reggaetón todo el día, con la esperanza de que lo terrible se vaya. Pero no se va, ahí sigue la Cosa, persistente e insaciable. Es ese sentimiento de lo ominoso que Freud estudió a detalle y según lo cual consiste en que lo conocido se torna raro y angustiante. Ese sentimiento de extrañeza cuando se altera lo que considerábamos normal. aunque sigamos viendo los mismos objetos y sujetos cotidianos. La pesadilla que nos carcome el cerebro se enquistó en nuestra realidad interna y externa.

Aquí, en vez de aturdirnos y evadir el viaje, propongo que lo afrontemos metaforizándolo. Para ello hay que introducirnos en una serie de arquetipos que sublimen esa nuestra pesadilla común. ¿Cuáles arquetipos nos harán comprender mejor ese punto ciego? La literatura y la mitología nos brinda múltiples ejemplos. Desde el viaje de Odiseo o el de Dante y su descenso a los infiernos, hasta el arquetipo de Hermes, mensajero de los dioses, o el mito de Quetzalcóatl, por citar algunos. Lo que hay que tomar en cuenta es que los arquetipos que voy a retomar se refieren al inframundo. Y lo haré no desde la imagen recibida por la tradición. O no solamente. Lo hare desde la experiencia con mis muertos y desde la experiencia vivida por estas tierras hidalguenses, en concreto en el Valle del Mezquital. Ahí buscaré los acontecimientos dramáticos que no sólo digan algo sobre mi drama personal, sino de nuestro drama colectivo. Hay un vínculo estrecho entre los muertos, la Muerte y la tierra. Como dice Hillman (2010:123):

Visitar a los muertos en busca de sabiduría es una vieja tradición. Los grandes maestros de la cultura entraban al inframundo para obtener entendimiento, a veces para poder rescatarlo y poder lamentarse de él: Ulises, Orfeo, Eneas, Ianna, Dionisio, Psique, Perséfone, incluso Hércules, todos hicieron el descenso. Jesús también lo hizo, pero en su caso su fin consistía en eliminar esas profundidades. Ir abajo es una claudicación hacia la tierra y su oscuridad inhumana, un movimiento hacia su voluntad que nos aleja de la nuestra.

Ni por asomo pienso que esté a un nivel siquiera aceptable para comprender el viaje de esos grandes maestros históricos, mitológicos o literarios. Todo lo contrario, me siento tan ofuscado y embotado por tantas cosas -incluido el ruido de la lavadora que en este momento ya inició su infernal y monótono traqueteo- que lo que hago es sumergirme en esa larga tradición, aprender algo, muy ínfimo y básico y con sencillas y no tan bien dispuestas palabras, a fin de emprender ese viaje. Como cualquier ciudadano de a pie reivindico ese derecho, por pocas luces que tenga y bastante limitado sea mi entendimiento.

Bibliografía

Bachelard, Gastón (1996), La tierra y los ensueños de la voluntad, FCE, México.

Hillman, James (2010), Un terrible amor por la guerra, Sexto Piso, España.

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