El Tlacuache Citadino: Los Sinaloas. Indios Pitahayeros

Guadalupe Espinoza Sauceda

LOS SINALOAS. INDIOS PITAHAYEROS

El pájaro pitahayero ha parado de cantar, ahora los gallos empiezan, hasta que amanezca. Irremediablemente las horas de descanso se acabaron, es tiempo de levantarnos de los catres o tarimas para irnos a juntar pitahayas. El carrizo, un balde y un cuchillo, eso es lo elemental para apear o bajar pitahayas. Hay que madrugar porque si no los pájaros se las acaban antes de que terminen de cantar los gallos.

Para eso salimos todavía oscuro y así llegar amaneciendo para las lomas del Agostadero, pero sentimos temor de pasar por la Piedra del Gallo (una piedra grande, gigante en forma de bola) y luego mi papá dice que ahí canta un gallo en la noche, pero que en realidad es el diablo, por eso se le llama la Piedra del Gallo (está ubicada en el Agostadero, casi lindando con las tierras de Cosme Espinoza). Algunos jalaron para El Palmarito, para las lomas donde tiene sus tierras mi tío Cuco Pacheco. Habrá quienes decidan caminar más lejos por el rumbo de Loreto, otros se desviarán para las lomas de Techobampo y posiblemente llegaran hasta El Tanqui. Los que solo buscan juntar unas dos o tres docenas no se preocupan por ir muy lejos, se van a las matas de las orillas del pueblo, en los callejones, ahí en El Bazate (ahora creo que ya se acabaron esas plantas de pitahayas que había ahí). Así, todos nos dispersamos buscando llenar el balde o lo que llevamos para juntar, en fin, la familia es grande o hay quienes juntan para vender.

El tiempo de pitahayas, contrasta con la temporada más difícil para los moradores de esas tierras, pues, son los días más secos y calurosos, pero es cuando la fruta más preciada de la región se entrega, me refiero a los meses de mayo y junio y escasamente duran hasta principios de julio, pero con las primeras llovidas de las aguas, las pitahayas se revientan o se terminan echando a perder.

Para que la temporada resultara mejor o más bien estábamos desesperados nomas de ver como crecían las pitayahas, grandes y jugosas, como si quisiéramos acelerar el tiempo desde los últimos días de abril y principios de mayo ya andábamos buscando carrizos, para eso mi papá nos llevaba al Rancho, muy cerca de Loretillo con los parientes Navarro (de la familia de Blas Navarro, y sus hijos Pedro, Blasito y el Che), ahí había carrizales y cortábamos unos cuatro o cinco, de los mejores, llegando a Baca los pasábamos por la lumbre para que se cotagüiaran, se les cayera la hoja y poderlos moldear, enseguida les poníamos piedras, para que cuando se secaran quedaran derechos. También había que buscar horquetas de papachis y una güichuta o güica de un árbol llamado algodoncillo, pelarlas, afilarlas y amarrarlas con ixtle o hule, de tal manera que la pitahaya al ensartarla quedara detenida y no se nos cayera.

Había pitahayas de pulpa de colores, rojas, amarillas, anaranjadas, algunas tirando a lila y morado y las más preciadas por dulces pero escasas, las pitahayas blancas. También había las pitahayas de espina blanca –digamos la común y corriente y no precisamente por corriente si no en términos de normalidad- y la de espina gruesa, correosa café o guinda, esa era la marismeña, quizá en alusión que era del valle del Fuerte, o donde más abundaba. La pitahaya de espina blanca era más propia de las tierras arenosas o blancas. A mí, me gustaba más la marismeña, debajo de mi casa, como cerco, o vestigios de lo que fue una cerca había matas de pitahayas, de espinas blancas y marismeñas, que por cierto daba unas pitahayotas, bien buenas y sabrosas ¡chulada de pitahayas!

Los lugares donde más pitahayas había era en las partes que fueron cercos, denominados de palo y echo (por el cactus). En los lugares áridos o semiáridos como es nuestra región, cuando los campesinos hacían cercas a falta de alambre de púas lo hacían con echos o etchos y pitahayas, con el árbol de torote y la peonía o chilicote combinados, por lo fácil para prender y resistentes a la falta de agua, y cuando ya prendían al año o dos ya daban pitahayas y algunas se convertían en grandes matas. Esto era en los lugares donde no había piedras porque otros hacían cercas de piedras, como en las mesas, donde abundaban las rocas volcánicas.

Por algo dice la historia oficial que nuestro estado de Sinaloa, es la tierra de las pitahayas, o de las cinas y que de esta región fue tomado el nombre de la entidad, al respecto la historia dice: “La nación de los Sinaloas –expone el padre Andrés Pérez de Rivas- tiene ese propio nombre y de ella lo tomó toda la provincia, por haber tenido en sus principios mucho comercio y por haberse fundado no lejos de la primera villa de Carapoa, que se destruyó”, y “tiene su asiento y poblaciones en el mismo río de Tehueco y Zuaque, en lo más alto de él y más cercanas a las serranías de Topia”, citado del libro Historia Integral de la Región del Río Fuerte de Filiberto L. Quintero. No hay que olvidar que el río Tehueco o Zuaque es uno de los distintos nombres que ha tenido el río Fuerte y que la serranía de Topia, que menciona Ribas, era el nombre que, en aquellos tiempos, los españoles daban al tramo de la Sierra Madre Occidental, abarcado por las provincias de Culiacán y Sinaloa, y en el caso concreto de nuestro terruño esa sierra la conocemos como la sierra del Rosario.

El abogado e historiador mocoritense Eustaquio Buelna, en el mismo sentido refiere que el escudo de Sinaloa está hecho en forma de una pitahaya, ovalado y que incluso tiene en los bordes, el símil de donde nacen sus espinas, tal como se ilustra en el escudo del Estado.

Del Fuerte rumbo a la sierra de Chihuahua abundan las pitahayas, y del Fuerte en dirección a la costa o el valle también hay pero de las marismeñas que es una planta más chaparra, que necesita de tierra más dura y compacta. Y si a esto le agregamos un poco más de historia lógica de El Fuerte para arriba a la altura de las comunidades del Mahone o de San Pedro era donde estaban al inicio de la llegada de los españoles la nación de los sinaloas (con sus cuatro pueblos Cinaloa o Sinaloíta, Toro, Baca y Baymena); era la nación de la pitahaya o de los indios pitahayeros, y en todo caso los pitahayeros de espina blanca, no marismeña, que también hay, pero en menor proporción.

Todavía es común ver en tiempo de pitahayas, por el rumbo de las comunidades de San José, Bajósori y Santa Ana (municipio de Choix) vendedores de este fruto silvestre a la orilla de la carretera Choix-El Fuerte, que compran la gente de nuestra tierra que van de paso o visitan donde está su ombligo enterrado, incluso por docenas y en algunos casos hasta el balde entero para llevárselas a sus familiares en las ciudades de El Fuerte, Los Mochis, Juan José Ríos, Guasave, Navojoa u Obregón, entre otras.

¡Ah pero cuando el año es llovedor no se da mucho la pitahaya! La pitahaya es de poca agua, como la sandía, que cuando llueve mucho pura rama y flores da, crece muy bonita pero no produce sandías. A lo mejor así son también los habitantes de esta región, los sinaloas o los indios de la pitahaya. A las nueve de la mañana, regresaba al pueblo de Baca con el balde lleno y copeteado de pitahayas para el deleite y disfrute de nuestras familias e incluso de los vecinos. Y digo que es un deleite porque la pitahaya es un manjar. Mi mamá (aguazarqueña) decía y dice que ella se puede comer un balde de pitahayas

Ruralidades: columna de Miguel Carrillo Salgado

Algo sobre el autor:

Es profesor de la Universidad Intercultural del Estado de Hidalgo y doctorante en el posgrado en Desarrollo Rural. Ha trabajado con distintas organizaciones civiles y ha emprendido distintos proyectos con campesinos, ultimamente con cafetaleros y artesanas de la Sierra Otomí-Tepehua. Le gusta andar en bicicleta. La luz que ilumina sus días es su hija Hyadi, que significa sol en otomí. Le gustan las caguamas aunque se enoje Anaya.

¿Qué podemos aprender de aquellos paradigmas de vida que se catalogan como “incultos”, “bárbaros” o “retrasados”?

Por Miguel Carrillo Salgado

Hoy en día se ha hecho constante la incertidumbre, el riesgo y la vulnerabilidad sobre la sociedad global, pues vivimos epidemias sanitarias y fitosanitarias que ponen en entredicho la vida; abruptos cambios climáticos con afectaciones a los cultivos y múltiples actividades de dependencia humana, como sequías y lluvias atípicas, altas y bajas temperaturas extremas que repercuten en las seguridad alimentaria, energética u otras dependencias humanas; crisis financieras que ponen en jaque a las economías nacionales; violencias que ponen en crisis a las democracias, los derechos humanos y la justicia. En general son panoramas de degradación ecológica, política, social y económica; sin embargo, no corresponden a órdenes divinos ni desarticulados, sino a una crisis unitaria y causada por la actividad humana, a una Gran Crisis (Bartra, A. 2009).

Es una crisis del capitalismo, el paradigma histórico que al menos lleva 200 años dominando a la humanidad. Del sistema que se guía por una racionalidad de acumulación y explotación sin importarle las altas emisiones de gases de efecto invernadero que calientan el planeta, de deforestación de los bosques, de extracción de minerales, del despojo de territorios, de concentración de la riqueza y brechas de desigualdad, entre otras afectaciones; no obstante, día a día se llega a una Sexta Extinción (Kolbert, en Barrera, 2017).

El capitalismo ha pregonado como premisa principal la modernización sustentada en la ciencia y la técnica para un supuesto progreso, desarrollo e industrialización. Ello a través de la economía monetaria, el consumo y los intercambios comerciales (desiguales, por supuesto) como acciones ligadas al “intelecto”, de relaciones racionales y frías con las cosas (la naturaleza). Además, antepone lo rural como un espacio social donde se da escaso intercambio, donde la existencia se funda más “sobre los sentimientos y los lazos afectivos, los cuales se arraigan en las capas menos conscientes del alma y crecen de preferencia en la calmada regularidad de las costumbres” (Simmel,1986:6).

Lo rural y su complejidad se someten a una perspectiva del evolucionismo darwinista que enmarca adjetivos referentes a lo atrasado, bárbaro o faltos de civilidad y de conocimiento, o dicho por la Real Academia Española, inculto o tosco (RAE, 2001). Se da una oposición a lo moderno; sin embargo, en esta coyuntura, para diversos movimientos, instituciones y sectores de la sociedad (la emergente agroecología, permacultura u otras corrientes), aquí se constituyen conformaciones sociales que portan elementos potenciales para estructurar alternativas y esperanzas de vida ante este contexto de gran crisis.

Lo rural viene del latín rurālis, de rus, ruris, a la vida en el campo en relación a labores agrícolas, pecuarias, forestales, piscícolas, de servicios ambientales, entre otras. Sin embargo, la mayoría de quienes desarrollan su vida aquí están en una condición de explotación y marginación por el propio capital. Incluso existe un capitalismo agroindustrial por un lado y el campesinado por el otro -uno de los actores que históricamente se han sustentado en actividades primarias, al menos desde la edad media-.

El campesino en México y América Latina, en su mayoría con una condición indígena, ha tenido la capacidad de sostener diversas diversidades, tanto epistemológicas, socioculturales, paisajísticas, agrícolas, biológicas, productivas y ecológicas; así como para reproducir una racionalidad de satisfacciones de necesidades materiales y simbólicas con apego a la tierra y al cuidado del territorio donde estén articulados.

Ejemplo de lo anterior lo podemos ver en los pueblos indígenas campesinos que están conservando alrededor del 35% de las áreas forestales y selváticas. Ello a pesar de la exclusión y marginación histórico-estructural (FAO y FILAC, 2021). Acciones y conformaciones sociales que toman relevancia para el planeta en su conjunto, pues en los bosques se alberga la mayor parte de la biodiversidad terrestre: el 80% de los anfibios, el 75% de las aves, y el 68% de los mamíferos. Además, cubren el 31% de la superficie terrestre (FAO, 2021).

Los bosques y selvas, además de ser el hábitat de biodiversidad, ofrecen servicios para el sostenimiento de la humanidad en el globo, pues enfrían el planeta, lo oxigenan y capturan carbono. Los territorios de las comunidades campesinas indígenas contienen alrededor de un tercio de todo el carbono en América Latina y el Caribe, lo que significa el 14% del carbono almacenado en los bosques tropicales a nivel mundial (FAO y FILAC, 2021:8).

Para muchos se les hace difícil reconocer la importancia de la persistencia campesina indígena, muchas veces denominadas “incultos”, bárbaros o retrasados; sin embargo, he aquí una pequeña muestra de lo mucho que hay que re-valorar… (continua en la próxima entrega).

Fuentes consultadas:

Barrera, Jazmina (2017) La sexta extinción de Elizabeth Kolbert. Sobre los hijos y el fin del mundo, Extinción/crítica/Noviembre de 2017, UNAM, en https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/df61a538-e605-48c2-8afe-383f7bb79caf/la-sexta-extincion-de-elizabeth-kolbert

Bartra, Armando La gran crisis. Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales [en linea]. 2009, 15 (2), 191-202 [fecha de Consulta 17 de Abril de 2021]. ISSN: 1315-6411. Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=17721684026

FAO (2021b) América Latina y su compromiso por restaurar y conservar los bosques en http://www.fao.org/americas/noticias/ver/es/c/1382417/

FAO y FILAC. (2021). Los pueblos indígenas y tribales y la gobernanza de los bosques. Una oportunidad para la acción climática en América Latina y el Caribe. Santiago. FAO. Enhttps://doi.org/10.4060/cb2953es

Real Academia Española (2020) en https://dle.rae.es/

Simmel, Georg (1986) Las grandes ciudades y la vida del espíritu en Cuadernos Políticos, número 45, México D.F., ed. Era, enero-marzo de 1986, pp. 5-10, en http://www.cuadernospoliticos.unam.mx/cuadernos/contenido/CP.45/45.3.GeorgSimmel.pdf