Proverbio IX

Aquél cuyo rostro no irradie luz, jamás será una estrella

William Blake

¿Por qué y para qué escribo? Estas son preguntas, dicen los que saben, que cualquiera que se dedique aunque sea en sus ratos libres al arte de la escritura, debe tratar de responder. La primera respuesta que se me ocurre es meramente pragmática: escribo porque si no moriría de otra cosa. Me parece que es la mejor forma de matar al tiempo y, así, tratar de convocar un tiempo distinto, el que denomino, porque no tengo ahorita otra palabra con que designarlo, el tiempo del instante. Esa temporalidad que no puede medirse. Otra respuesta es porque busco, al menos a la larga y si sigo practicando incansablemente, algún día decir lo que en realidad quiero decir. O al menos acercarme a ello. Creo que el día que eso ocurra, que escriba algo que me satisfaga por completo lo voy a saber y lo voy a exclamar a los cuatro vientos. Mientras sigo en el intento. Sé que, si dios me da licencia, lo conseguiré. Y si no me da licencia ¿lo bailado quién me lo quita? La escritura es mi refugio. El lugar donde trato de buscarme y, aunque no me encuentro, he encontrado la felicidad, alegría y plenitud y la más profunda frustración y tristeza. Cuando escribo sin tener ningún objeto, sin perseguir nada más que el simple hecho de revolotear con las palabras, soy feliz, pero que no me pidan que entregue algún trabajo académico o de cualquier otro tipo por qué se me paraliza todo el cuerpo y no hay poder humano que me haga anotar ni siquiera la primera palabra. Es algo extraño ¿no? Ya he hablado en otras ocasiones de mi rara enfermedad llamada escriptofobia. Pues bien, ahora quiero especificar mejor los rasgos de esa mi enfermedad. Me pasa cuando quieren que le ponga motivos, algún objetivo que se escapa a lo que yo ando buscando.. Así, me ha pasado que la escritura ha sido mi infierno y mi paraíso. Más lo primero que lo segundo. Voy a poner, una vez más, el ejemplo de mi tesis doctoral. Simplemente no puedo escribirla. He escrito y llenado, no exagero si digo que más de veinte libretas con notas e intentos fallidos para darle orden a mis ideas o planteamientos ( que casi en todas las tesis de lo que se trata es de citar a varios autores consagrados, demostrar que se hizo trabajo de campo y saber disimular el plagio). También, como todo tesista sabe y hay varios memes que lo constata, tengo cientos de archivos con el nombre de Tesis Final, Esta sí es la mera mera, Tesis ultimitita, etc, etc. así llevo desde el 2013. Incluso ya se me pasó la fecha para titularme del doctorado este pasado junio. Como es de suponerse esto me ha acarreado más de un problema en mi vida y no es la primera vez que me pasa. En la maestría me pasó lo mismo. En esa ocasión, incluso llegué a tener ideas suicida y estuve a apunto de enloquecer. afortunadamente fui al psiquiatra me receto unas pastillas, me tranquilicé y en quince días (los últimos que me quedaban si no quería perder una beca y la posibilidad de estudiar un doctorado) terminé de escribir más de 250 páginas. Fue una locura y quedó mal hecha como es natural cuando se hacen trabajos así de apresurados. Aún así mis maestros me felicitaron en mi examen profesional y me dijeron que si la universidad otorgara mención honorífica me la hubieran otorgado. Y entonces regreso a la pregunta inicial ¿para qué y por qué escribir? Y agrego, si es una tortura para mí escribir académicamente ¿para qué me metí a estudiar un posgrado? Buena pregunta. Y es una cuestión que aún no me respondo del todo. Evidentemente no hubiera estudiado un posgrado si no me hubieran becado. Me gusta estudiar y aprender cosas nuevas. Y si me pagan por hacerlo, mucho mejor. Pero también porque desde estudiante universitario había querido ser investigador y académico. Con el posgrado se me fueron las ganas. Aunque me cambió la vida para mejor, haciendo el balance hubiese preferido no estudiarlo. Ya pasaron diez años desde que ingresé. Los mejores años de mi vida se me fueron ahí y mucho de ese tiempo lo he gastado en tratar de escribir esa maldita tesis. Sigo sin poder. Estoy estancado, pero esta vez le prometí a la virgen de Guadalupe que el 12 de diciembre de este año es la última vez que me ocupo de este asunto. Aún no he escrito la primera palabra, pero le puedo fallar a mis asesores y a mí. A la guadalupana, guadalupano marxista como soy, no le puedo fallar. Esta vez no sólo hay una presión externa (mis asesores me escribieron que ya tengo que entregarla) que me obligue a cumplir el plazo. Esta vez también es una presión que yo mismo me he impuesto por medio de la creencia más arraigada que tengo en mi psique.

Con la pandemia y el miedo a la muerte, pensé que iba a poder soltarme y concluir con este martirio parecido al de Sísifo. No pude, después de casi dos años de encierro y de haber pasado por transes y dolores tal vez peores a los que podría causar la Covid que fortuna no me ha pescado. Esta vez voy a cumplir. Les mandaré a mis asesores la tesis, quede como quede y seré más libre que ahora. Ya no me importa si consigo el grado, porque no quiero saber nada más del mundo académico en mi vida. Quedé curado de espanto. Así que no le veo caso obtener un grado que no voy a utilizar más que para seguir con mi modesto empleo de profesor por asignatura o dedicarme a otras cosas que no requieren un grado académico para llevarlas a cabo. Aún así, tengo que terminar con este suplicio que me quita la alegría y las ganas de vivir. Me quita en, palabras de Ray Bradbury, la Garra y el Entusiasmo. Por eso incluso en el 2017, hice junto con unos amigos y otros estudiantes y profesores de diversas universidades de mi estado, un seminario al que titulamos por sugerencia mía: Cómo hacer una tesis sin morir en el intento. El seminario fue todo un éxito y creo que todos aprendimos de todos. De esas más de veinte personas, soy el único que no se ha podido titular. Si les contará que aún no lo logro se sorprenderían. O tal vez no mucho. Aquí sigo, muriendo en el intento.

En estos días, incluso he dejado de escribir poesía y las cosas que me gusta escribir como antes, excepto los comentarios al Quijote, porque esos me salen casi solitos. Así, ni escribo la tesis, ni puedo escribir más las cosas que me gustan. Aunque ahora que, desde que tengo este blog, he recuperado mis sueños de juventud, me he dado cuenta de una cosa: la gran diferencia que existe entre hacer las cosas por pura pasión y placer y hacerlas por obligación y con un motivo fuertemente delimitado.

En el Tao Te King, el libro del taoísmo, se lee:

Así yo sé que el No-actuar tiene ventaja.

Enseñar sin palabras a sacar provecho del No-actuar lo consiguen pocos en el mundo.

Así me gustaría contestarles a mis asesores. Así y con otras palabras menos certeras les he contestado. Como ya me conocen, no se enojan mucho. Sin embargo, ellos y yo sabemos que tenemos que cumplir un pacto de caballeros. Sí o sí, tengo que entregar mi tesis. Es el precio que tengo ahora que pagar por haber disfrutado años de beca y haber conocido varios lugares y personas interesantes. Aun así pregunto lo que les he preguntado en el posgrado ¿Por qué no se pueden hacer tesis menos acartonadas y aburridas, justo lo que hace que se me muera la Garra y el Entusiasmo?

Cuando se hacen las cosas por diversión y con pasión como yo a veces escribo, las palabras fluyen y brotan desde lo más íntimo. Por eso creo que algún día voy a escribir una página que en realidad me satisfaga. Porque lo que me interesa es la búsqueda; el camino y no el punto de llegada. Y me gusta al estilo del taoísmo: escribir nomás porque sí. Sin otro motivo. Así pues, busco irme quitando las máscaras que oscurecieron y enterraron mi verdadero rostro. ¿Cuál es mi verdadero rostro? Desde luego no hay ese rostro verdadero. Nadie lo tiene , porque no existe. O más bien y mejor dicho. Tenemos, cada ser humano tiene, muchos rostros verdaderos. Somos una multitud reclamando expresarse y salir a escena. Espero en mis intentos algún día, en alguna página feliz, brille alguno de esos rostros.

¿Quién habla?

¿Quién soy yo cuando canto la palabra

si estoy solo conmigo y solo sueño

esta aplastante realidad sin dueño?

¿Qué quiero inútilmente se entreabra?

¿Son mis muertos que vienen por el llano

en busca de su voz y su sentido

dictándome sucesos al oído

y guiando silenciosos a mi mano?

Se canta por amor y odio ya añejo.

Sangre que se acumula en el momento

de rabia no expresada son reflejo

y también, aunque poco, del contento

de otro tiempo pasado son espejo

los muertos, que por mí, toman aliento.

Argos

El perro, sensitivo al gesto arcano,

levanta las orejas al sonido

del alma de Odiseo vuelta al nido.

Nadie más reconoce al tal fulano.

Lleno de garrapatas, perro anciano,

si un día ágil y brioso, hoy tullido,

de vez en cuando lanza su ladrido

a la luna, acercando lo lejano.

Perro con perra vida, esperó solo

volver a ver los ojos de su dueño,

y los vio, fulgurante luz de Apolo.

Al divino Odiseo y al fiel Argos,

si todo lo vivido no fue un sueño,

el instante amainó los años largos.

Proverbio VIII

El necio no ve el mismo árbol que el sabio

W.B.

Dice la fábula, después de que Fausto arrasó la última ciudad, mató a Filemón y Baucis. Los dioses, siempre generosos, convirtieron al viejo en un roble y a la vieja en un tilo. Lo que no se nos dice es dónde crecieron estos árboles. Resulta que fue en medio del patio de la casa de Fausto. Inclinados uno hacia el otro, todos los días susurraban sus últimas palabras amorosas al ritmo del viento de las estaciones.

Nuestro héroe veía esos árboles como el trofeo de su absoluta victoria ante los dioses. Nunca se preocupó por entender ese lenguaje. Ya en el lecho de muerte, su amigo Mefistófeles, abrió a adrede la ventana de la habitación. El denso follaje embadurnado de aceite solar, iluminó el rostro del moribundo. Unos instantes antes de morir, una milagrosa ráfaga de viento entonó una vez más el suave canto. Fausto murió dibujada una sonrisa en los labios resecos. Sepa Dios si esa sonrisa fue de odio o de amor.

Patio trasero

Rondanas, clavos, frascos con salmuera,

garrafones de plástico arrumbados,

ropa vieja en huacales de madera,

el portón y el sillón desvencijados.

En el patio se eleva leve el humo

del comal donde cocen las tortillas;

los tiliches evocan maravillas

de la vida pasada. Aquí perfumo

la memoria; oxidado está el recuerdo

como el manto del tiempo está en las cosas.

En las macetas encarnadas rosas

con la mugre y el polvo hacen acuerdo:

en el cuadrado templo cotidiano

el misterio del mundo está a la mano.

Peña del aire

En jirones de luz el precipicio

flores del aire envuelve entre montañas,

y tus ojos son pozos donde bañas

el verde aire del sueño vitalicio.

La piedra forja de aire su edificio

y vuela a ras de cielo en la hondonada,

hasta ser aves de aire que en parvada

hacen su nido azul catedralicio.

El zopilote negro y silencioso

de savia mineral zurce escaleras

y petrifica el vuelo cadencioso.

Cielo y tierra, creo yo, hallan maneras

para hacer del desierto algo dichoso

y hacer, del lento tiempo, madrigueras.

Proverbio VII

Sumerge en el río a aquel que ama el agua

William Blake

Por la ventana de mi habitación puedo ver la parte trasera del Kínder. Como estamos en el segundo año de la peste, cada vez se siente más la ausencia de los niños. Falta su gritería que era nuestra certeza de la vida futura. Pero a todo se acostumbra y adapta uno. Ahora he aprendido a poner más atención a la barda de piedra y a todas las yerbas y florecillas que nacen en sus intersticios. De vez en cuando veo pasar a dos gatos, uno negro y otro color miel con manchas blancas. Luna, mi perra, que nació en el primer año de la peste y está acostumbrada a ver poca gente, se entretiene ladrándoles. Sólo una noche de canícula vimos a un tlacuache. Es un animal parecido a una rata gigante pero con la trompa más larga. Alrededor de los ojos tiene, como incrustada, ceniza de la noche y, en las garras, cuarzo lunar. En algunos pueblos, no muy lejos de aquí, aún las personas mayores le atribuyen poderes mágicos al tlacuache y lo asocian con espíritus del bosque. En otros pueblos, un poco más lejos, allá donde le llaman el Mezquital, lo acostumbran comer. Yo un día lo comí, por allá, en la feria de Santiago.

Bueno, todo este preámbulo para decir que voy a proponer a los vecinos que se derrumben las bardas que cercan el Kínder del pueblo, este que ahora veo con su manto oxidado de ausencia. La promesa alegre de los niños tiene que fluir como río después de la lluvia por todo el monte.

Yo no tengo hijos, pero soy profesor. He trabajado en todos los niveles, en escuelas públicas y privadas, de la ciudad y del campo. Es cierto lo que dicen algunos colegas . Un niño cuando entra al Kínder, es creatividad y hambre de luz en estado puro. Al llegar a la universidad, ese mismo niño se ha convertido en un joven al que se le han cercenado tres cuartas partes del alma. La otra cuarta parte la pierde si estudia un posgrado. Mi única esperanza está con los niños que van a la escuela, pero están en esa etapa que llaman, acertadamente, preescolar. Ellos aún aman el agua y fluyen como ríos.

Un hombre muere

Un hombre muere solo, cualquier hombre

cansado de vagar sin rumbo fijo,

como patria en el cuello un crucifijo

muere en tierras lejanas, ya sin nombre.

Un hombre muere solo, es un obrero

de otra lengua exiliado y de sí mismo,

sonriente se desliza ante el abismo,

contento de dejar el mundo fiero.

La policía, dice, fue un suicidio;

limpia la sangre, sigue en sus asuntos.

Tal vez en el infierno haya otra suerte.

Ágil para dejar este presidio,

como el cuerpo de todos los difuntos.

el cuerpo santificado por la muerte,

Romance de la alcoba

Caminas desnuda y cierta

y te adueñas de la alcoba,

de esta barca a la deriva

donde el amor nos desposa.

En estas cuatro paredes

nada falta y nada sobra,

somos dos las elegidas

para reencantar las cosas.

Y si es un gran teatro el mundo

de mercancías absortas,

en este rincón pequeño

la dignidad es fogosa.

Porque no tenemos precio

y el capital no nos nombra

alzo la voz y pregunto:

¿cuánto valen las caricias

cuando se aman dos personas?

Es el amor quien nos libra,

el que junta nuestras bocas,

el que mueve sol y estrellas

y nuestros cuerpos acopla.

Ya tendidas en el lecho,

olvidadas, sin memoria,

sin saber ya quien es quien

en el río del ahora.

El cielo entra a bocajarro

azul de cantos de alondra;

extasiada por los besos

la ventana sudorosa.

*Chantal Hernández

Hay veces…

Hay veces que quiero hablar sobre el infierno de mi patria,

de sus calles embadurnadas con la sangre de sus hijos,

de la luna centelleante como un machete

y curvada como una hoz desenterrando huesos olvidados.

Hay veces que quiero hablar del comunismo,

esa conquista de hombres y mujeres después de absoluta derrota.

¡El comunismo, camaradas, el comunismo!

Palabra vieja decrépita sin dentadura,

palabra humillada y prostituida millones de veces.

Hay veces que quiero hablar del amor,

de ese amor animal que roe hasta el tuétano.

Hay veces que quiero hablar de la carne y su falda de serpientes,

de un cristo ensangrentado que me persigue.

Hay veces que quiero hablar, simplemente hablar,

desgañitarme en el potrero,

ser viento por todos lados.

Me digo, para eso sirve la poesía ¿o no?

Entonces mi mano temblorosa toma otros rumbos

y así no más, me pone enfrente el nido de golondrinas

tejido en una de las paredes de la casa.

– Ahí está, me dice, corté esta imagen para ti.

No hago caso,

quiero sufrir con las palabras

para curar una herida fingida.

Pero llegan una, dos, tres,

una parvada de golondrinas que se posan en los cables,

vuelan y forjan algunas curvaturas que abrazan al cerro

y se meten a un jarro con agua que sabe a tierra

y a mi infancia feliz bajo el naranjo

y a mi abuela regando sus crisantemos

y al viento rasgando el vestido de seda del bambú.

La mano, esa mano que ya no es mía,

me dice: ahora detente y contempla.

Necio como soy, aferrado a que soy algo o alguien,

sigo escribiendo, hasta que aparecen las preguntas,

¿puedo contemplar con las palabras?

Si las palabras son ángeles,

¿puedo percibir sus alas y su rostro sin quedar ciego?

Contemplar es caminar hacia el vacío,

como creo dice Lao-Tse,

el Tao es el camino donde sobran las palabras.

¿Cuánto dura el instante? ¿Para qué contemplamos?

Contemplar es una forma de detener el tiempo,

es hacer que en un racimo de minutos quepa todo el tiempo

trenzando las cuerdas del pasado, presente y futuro

hasta detener, por un rato, la rueda implacable.

¿Qué vale más, el nido de golondrinas

con su arquitectura de tiempo y lodo

o escribir sobre el nido de golondrinas?

Hay veces que el tiempo es comunión

y las palabras hacen su nido

en el lenguaje, la casa de todos.